En su libro Introducción al cristianismo Joseph Ratzinger escribió, antes de ser Papa, que “nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la duda, para el otro mediante la duda o en forma de duda” (Ratzinger, 2016).
Entonces, hay sólo dos tipos de personas a las que les preocupa todo lo que se relaciona con Dios: el no creyente y el creyente. El no creyente se preocupa por encontrar argumentos que nieguen la existencia de Dios. El problema de Dios, muchas veces, es un asunto fundamental para el no creyente: tiene que apuntalar todo el tiempo, a nivel teórico y práctico, su ateísmo y su gran tentación es creer, su tentación es la fe (¿y si es verdad la fe?).
El creyente, por otra parte, vive para servir mejor a Dios y su problema fundamental es el cómo hacerlo, por lo tanto, su tentación es no creer, su tentación es la incredulidad (¿y si no es verdad la fe?).
Para ambos tipos de personas ceder a la tentación que se les presenta haría derrumbarse su cosmovisión, el fundamento de su vida.
La vida del creyente no es sólo hacer tranquilamente afirmaciones irracionales y sin pensarlas, siempre hay espacio para la duda: ¿cómo seguir afirmando una realidad que no puede ver, escuchar, palpar y que por definición no puede poseer? Aquí entra en juego la libertad del hombre: el creyente no cuenta con una evidencia aplastante con la que ya no sería libre de dudar —por la fuerza de la misma evidencia— y que sin embargo libremente acepta creer.
Tampoco debemos ser tan ingenuos y pensar que la vida del no creyente es simplemente negar la fe; no, el verdadero escéptico (si lo es hasta sus últimas consecuencias) lo es también respecto de su propia incredulidad. Por eso siempre queda espacio para la duda y para la angustia que más o menos pueda experimentar el escéptico o el ateo, según se tomen en serio sus dudas.
Resulta más o menos cómodo comportarnos como si sólo existiera el nivel 1 (de los objetos). Es un poco más sencillo ser esclavo de la evidencia, esto es, dejarse llevar por lo que vemos, oímos y palpemos o, aunque no lo entendamos bien, por lo que aseguran los científicos. Frente a una ecuación matemática no existe la libertad de elegir: yo no puedo decir que la ecuación de la circunferencia sea en realidad una línea recta porque no estoy de buen humor. La evidencia no necesita la libertad.
Referencias
Ratzinger, J. (2016). Introducción al cristianismo [16ª ed.]. Salamanca, España: Ediciones Sígueme.